Nací a finales de los setenta, así que crecí aún en medio de cintas de casette y olor al plástico nuevo de los viniles. De niño cantaba a Kiss y Michael Jackson, el mundo parecía más grande y al mismo tiempo más fascinante. Hoy siento un hueco que con los años se hace más grande; no, no se llama nostalgia, veo que los que tienen hasta 20 años menos que yo, también tienen esa sensación que no se cubre ni con las rolas de moda. Algunos de estos adolescentes hasta van y compran el mismo vinil que se hizo clásico hace 40 años, ¿buscarán teletransportarse con el objeto a una época donde todo era genuino? Tengo muchas preguntas más de este tipo pero si de algo sirven estas líneas debiese ser para aclarar la bruma en que nos metimos y esbozar razones para esta orfandad que estamos viviendo. Voy a comenzar en 1969, número hermoso ¿no? Curvas que se encuentran armónicamente así como parecía que todo encajaba y estallaba en ese año. El rock and roll ya tenía una década y los sesenta cerraban con una especie de salvajismo, frenesí sexual y ganas de cambiar al mundo. Lo negro se había fundido perfectamente con lo blanco, una generación completa sentía que podía comenzar una revolución con el rock como estandarte. El sistema se tambaleaba en su cimiento social, el más sensible, no había rival político a quien satanizar, la nueva fuerza trabajadora era pensante y sensible, ya no querían ir a la guerra, sólo buscaban el reino de una dualidad, muy sencilla, con dos dedos levantados en lo alto ¡amor y paz! Así dimos el brinco a los setenta, como un salto al vacío con los ojos cerrados sin saber si el muro se derribaría o moriríamos en el intento. Pero las primeras bajas vinieron pronto y comenzaron a habitar el club de los 27, Morrison, Hendrix y Joplin cruzaron la década tan sólo para dejar sus cuerpos pasados de cucharadas. Ahí nació en verdad el sospechosismo y las jocosas teorías conspirativas, porque “alguien” parecía haber planeado el fin de la revolución sexoroquepacifista dejando por ahí algunas sustancias tentadoras. Y es que la cannabis y los alucinógenos en su esencia terrenal conducían el viaje a una expansión de la conciencia, no lo desviaban, lo profundizaban a lo interno, a la relación del espíritu con la noción de la tierra como madre. En cambio, las drogas sintéticas produjeron viajes artificiales (así como el internet ahora) incontrolables, autodestructivos de toda conciencia del ser con la tierra, atasque masoquista, placer de sentirse Dios y cadáver, y al final: vacío sólo vacío. El grito beligerante se destiló en moda conveniente, producto de aparador con todo y su información nutrimental. Aunque el punk siguió dando guerra, la anarquía sólo se desató en el individuo y las muertes de las estrellas de rock se hicieron tan cotidianas como los programas de variedades con playback. Mientras tanto, en Mexicalpan no pasaba nada y apenas a los más acomodados les llegaban aires de vanguardia que se hacía más inofensiva al traducirse. Se habla de Avándaro como un mito, pero seamos serios, no fue Woodstock, fue más parecido al Vive que a otra cosa. Neofitos y oportunistas pretenciosos se vuelven avandaristas para crear cientos de documentales en busca del hilo negro del nacimiento de nuestro rock, algo así como nuestro Niño Pá. Sin embargo, lo que dejó el festival de rock y ruedas será motivo de la siguiente entrega, como dicen nuestras compañeras de Art Riot, no se sienta especialmente ofendido, aquí se discrimina a todos por igual. ¿Y el rock apá?
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