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Unas líneas para Viena

El último día de 2014 estuve presente en el mejor concierto que pude escuchar precisamente de ese año. El lugar: Viena, en aquel teatro donde Beethoven estrenaba la quinta, la sexta y conciertos para piano en conciertos maratónicos y populares. A pesar de los siglos, Viena siempre será la capital de la música, un rincón único donde la tradición y la vanguardia suenan en sus calles y en sus salas de concierto. El invierno pinta a la capital austriaca cual postal navideña en nuestros lares y en verdad cada una de sus arterias por las que late un corazón musical reclaman su validez, su espíritu genuino, casi podríamos hasta decir vírgen e inmaculado. Mientras todo nos lleva al goce fácil donde millones mueven sus deditos para compartir chistes simples existe un lugar donde cada noche hay diez mil asientos disponibles para todo melómano que quiera disfrutar partituras tocadas con total afinación y sentimiento, sí ese calorcito necesario ante el despiadado frío. Pero en  medio de la perfección y la elevación del espíritu hay algo que sin duda abruma a un visitante originario de estas tierras tropicales: la línea, recta, absoluta y pura rectitud. No se trata de ver edificios o muebles planos, no al contrario, es un sentido de orden donde en medio de la diversidad se busca la simetría a niveles insospechados. En figuras delirantes de ángulos rectos se aspira a la pureza de la línea, acaso porque en ella está todo; la verdad, la belleza, el amor. Al caminar o tomar sus líneas de metro uno piensa que en algún momento su obsesión llegó al grado de prohibir el caos geométrico, todo alineado, las mesas de los restaurantes, las puntas de los árboles, deben tener patentes de sierras o artefactos tan precisos. Y no es gratuito que desde que uno toma su aerolínea local suenan las notas del Danubio straussiano, así se anticipa el viaje a una tierra de encanto donde hay siempre esa original manera de representar el movimiento, la vida. Y si Strauss y Mozart se erigen como sus héroes, los otros son recibidos con benevolencia, después de todo ellos también hicieron posible su genialidad al combinarse con el extranjero como en esa infinita marcha turca. Pero regresando al concierto estelar, las líneas del centro vienés llevaban a disfrutar como si se tratara de uno de sus deslumbrantes postres con la premisa de a qué sonó el año. La respuesta la encontramos en el Theater an der Wien, es decir el Teatro en el Viena, nombre de un río que pasaba por esta avenida donde hoy se camina por un pequeño mercado donde parece que se encuentra el este con el oeste, sí en pleno centro de Europa hay escenas inusitadas como un mexicano comiendo un dulce turco, árabes piropeando nórdicas y asiáticos vendiendo souvenirs austriacos. El alma de ese teatro aún respira por la puerta de Papageno y aunque es lo único del edificio original, el lugar es el mismo, se siente también ese aire de creación, de que todo comenzó ahí. El programa para concluir 2014 se integró de los dos grandes festejados del año: Wagner y Strauss, por cierto Richard y no Johann, su héroe local. Las cuatro últimas canciones del alemán sonaron como líneas que se fundían y diluían en las cuerdas de la Orquesta de la Radio y Televisión de Austria, una interpretación muy a la Viena. Y después algo singular, la musicalización en vivo de una película biográfica de Richard Wagner, un proyecto que debió haber llevado varios años y que está rubricado por la Fundación Murneau, aquel cineasta magistral en la anticipación de la fantasía. Curiosamente no escuchamos música de Wagner, tan sólo un esbozo en piano de los Maestros Cantores, debido a cuestiones de derechos que como sabemos los herederos del apellido siguen siendo celosos de lo que se hace con la música de su patriarca. Sin embargo, la historia fue contada con total lucidez y buen gusto a ritmo de Mozart, Puccini y hasta Beethoven. Nos envolvieron en una comilona de dulces, mientras veíamos el ir y venir de Wagner en su afán de crear su arte total, sonaba la 40 mozartiana, oberturas clásicas y guiños a una idea de que la música y la vida de sus compositores pertenecen a todos. Si bien, no sonó Wagner, su vida reflejada en esta cinta de 1903 fue justamente recreada a nivel incluso de lo que debió haber escuchado y admirado en su momento el genio alemán. La sincronía hizo que pasaran varios actos en que apenas recordábamos que la orquesta estaba en vivo, un ejercicio de relojeros suizos lo que logró el muy solvente ensamble. Así nos sonó el final del año, a un lugar donde aún podría caber la esperanza del pasado, no, ni siquiera la del futuro porque realmente lo que nos da luz es saber que hemos sido mejores hombres, mejores sociedades y que siempre que exista música grandiosa en el pasado podemos aspirar a completarnos así el presente, a comenzar el trazo de mejores líneas en el porvenir. 

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